El tritono, Black Sabbath y una despedida para Ozzy
El tritono, Black Sabbath y una despedida para Ozzy
Hace más de 20 años, estaba completamente obsesionado con la guitarra. Estudiaba guitarra clásica en el CCH Vallejo, y entre tanta teoría, una figura apareció con un halo de misterio: el tritono. Un intervalo de tres tonos enteros entre dos notas, históricamente conocido como diabolus in musica, el diablo en la música.
En el aula, lo estudiábamos como una disonancia que requería resolución. Pero había algo más. Algo que no estaba en los libros. Ese sonido lo había escuchado antes, y no precisamente en una fuga de Bach.
Llegué a mi casa con una sola idea en la cabeza: Black Sabbath.
Puse la canción homónima - “Black Sabbath”, del álbum Black Sabbath, 1970 - y ahí estaba. Ese intervalo oscuro, angustiante, cargado de tensión: el tritono en estado puro, rugiendo desde la Gibson SG de Tony Iommi mientras Ozzy Osbourne cantaba con una mezcla de miedo, furia y revelación.
“What is this that stands before me?”
Ese riff no solo me ayudó a entender lo que era un tritono. Moldeó mi manera de entender la música.
Cuando el diablo encontró amplificación
En teoría musical, el tritono no es ningún secreto. Está en muchas obras del barroco, Bach lo usó como recurso de modulación, como zona de tránsito entre mundos armónicos. En el Clave Bien Temperado, por ejemplo, aparece en varias fugas como elemento de tensión dramática.
Pero lo que hizo Sabbath - o más específicamente, lo que hicieron Iommi y Ozzy - fue darle carne al mito. No usaron el tritono para modular hacia otra tonalidad. Lo dejaron ahí, desnudo, crudo, cicatrizante. Lo volvieron riff. Lo volvieron identidad sonora. Lo volvieron género.
Y no era casual.
Los origenes del “Principe de las tinieblas”
En una Inglaterra postindustrial, gris y con crisis económica, donde los jóvenes crecían en barrios desangelados, ese sonido no representaba solo al demonio medieval. Representaba el tedio, el encierro, la rabia, la alienación.
Black Sabbath nació en Birmingham, una ciudad obrera marcada por la decadencia de la industria pesada. No es casualidad: Ozzy Osbourne creció en Aston, un barrio de clase trabajadora donde la vida era una rutina de fábricas, desempleo y calles sin futuro. Su padre era obrero metalúrgico, su madre trabajaba en una fábrica de automóviles. Las oportunidades eran pocas y la música, muchas veces, era la única forma de escapar del vacío existencial.
Tony Iommi, el guitarrista de la banda, perdió la punta de dos dedos en un accidente industrial cuando era adolescente. Esa herida lo forzó a modificar su técnica y afinar la guitarra más bajo para poder tocar con prótesis de plástico. El resultado fue ese sonido pesado, denso, cavernoso que terminaría definiendo no solo el estilo de Sabbath, sino el ADN del heavy metal. Es decir, el origen del género nace, literalmente, de una mutilación obrera.
Ozzy no fue un poeta ni un filósofo. Fue un joven pobre, sin estudios, con una condena en la cárcel por robo menor, que encontró en su voz aguda, extraña y perturbadora un canal para expresar la desesperanza colectiva de toda una generación. En su forma de cantar había algo animal, algo desesperado, algo que parecía gritar “¡sáquenme de aquí!” desde las entrañas del proletariado británico.
Por eso el diabolus in musica no era una metáfora religiosa, sino una metáfora social. No era solo un intervalo prohibido por la Iglesia, era una forma de incomodar a los oídos acostumbrados a la armonía complaciente del pop sesentero. Era ruido con sentido. Era un espejo sonoro de la incomodidad de clase, del abandono estatal, del miedo a envejecer en una fábrica sin alma o morir en un conflicto bélico que no era propio.
En ese sentido, escuchar a Black Sabbath no era una rebeldía vacía. Era un acto de identificación. Una señal de que la oscuridad también merecía tener voz. Que el malestar cotidiano, la frustración silenciosa del joven trabajador, podía transformarse en música. Y esa música tenía nombre: Black Sabbath.
De Bach a Becker: cuando ser nerd también es metal
En Jason Becker, noté que ese mismo tritono volvía a aparecer en obras como Altitudes. Esta vez con otra intención: trascendental, melódica, armónicamente sofisticada. Una línea que conecta el barroco con el metal neoclásico. Una línea que conecta a Bach con Randy Rhoads.
Ser nerd con la música es un placer culposo.
No porque esté mal, sino porque a veces no se puede compartir fácilmente. No todos quieren escuchar que el riff de Sabbath tiene raíces en los modos frigios o que el uso del tritono genera una cuarta aumentada entre la tónica y el tritono real, lo cual perturba la estabilidad tonal.
Suena “latero”, sí. Pero también es hermoso.
Y Ozzy, sin ser teórico ni académico, estaba ahí, al centro de todo eso.
La muerte de un símbolo (y por qué nos duele)
Ozzy Osbourne ha muerto. Y con él, muere algo más que un vocalista de heavy metal.
Muere un símbolo de transgresión sonora, de teatralidad oscura, de exploración emocional a través del ruido. Muere alguien que, sin ser virtuoso ni técnico, tenía una voz que rasgaba el alma, que parecía cantarle al inframundo desde el umbral.
No era solo música. Era un mundo.
Y claro que duele. No solo porque envejecemos, sino porque sentimos que se va una parte de nosotros. Porque ese riff lo tocamos mil veces en una guitarra con cuerdas viejas y amplificador chillonamente barato. Porque alguna vez pensamos que si tocábamos como Iommi o cantábamos como Ozzy, tal vez podíamos escapar de algo: del tedio, del miedo, del silencio.
Y no, no lo logramos del todo. Pero al menos teníamos la música.
Hasta siempre, Ozzy
Hoy, con la noticia de su muerte, me encontré volviendo a esos años. A esa guitarra polvosa. A las clases de armonía. A los discos rayados. A los libros de teoría mezclados con revistas de guitarra eléctrica. A las cintas VHS donde analizaban riffs frame por frame. A las horas de obsesión.
A la vez, sentí la necesidad de decir algo. No como homenaje tradicional, sino como memoria emocional. Como quien despide a un viejo amigo con quien no hablaba hace tiempo, pero que siempre estaba presente en el fondo de la cabeza.
Y sí, no puedo evitar imaginarme que en algún lugar del más allá, Ozzy está reencontrándose con Randy Rhoads. Tal vez vuelvan a tocar juntos. Tal vez vuelvan a desafinar el cielo con algún tritono maldito.
Sea como sea, gracias Ozzy.
Por la música. Por la disonancia. Por el caos. Por la compañía.