Pink Floyd: el soundtrack de una vida

Pink Floyd: el soundtrack de una vida

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Pink Floyd: el soundtrack de una vida

Pink Floyd: el soundtrack de una vida

Todo empezó con un casete. Tenía doce años, un amigo llamado Luis, y la suerte de que en sus manos cayera una copia de The Wall Live in Berlin. Era 1992, aunque para mí esa fecha no significaba nada: lo importante era la sensación de escuchar esa música que parecía no terminar nunca, que se expandía más allá de lo que una simple canción podía abarcar.

Hasta entonces, mi idea de la música era más o menos simple: canciones que acompañaban la radio o los videos que pasaban en televisión. Pero Floyd era otra cosa. Ese casete sonaba como si alguien hubiera grabado el eco de un sueño, o el rugido de una tormenta. Desde ese día, comenzó lo que llamo “la búsqueda infinita”: más discos, más cintas, más grabaciones piratas. Como si el álbum More no fuera solo la banda sonora de una película, sino también una declaración personal: más, siempre más.


Guitarras, dentistas y sermones no solicitados

La música, ya sabemos, nunca se queda quieta. Después de escuchar Knebworth, me encontré con una guitarra entre las manos. Intentar tocar era como perseguir un relámpago, pero valía la pena. Y claro, la vida siempre regala anécdotas absurdas para condimentar la pasión.

Una vez, saliendo del colegio, en lugar de irme a mi casa a practicar mis sagradas 5 horas en el mástil, me encontré en el sillón del dentista, mientras el taladro se abría camino en mi muela, me preguntó qué música me gustaba. Respondí como pude y sin dudar: “Pink Floyd”.
Él, serio, con la bata blanca de juez musical, a pito de nada, me lanza un juicio improvisado:

— Cuando seas grande, vas a escuchar otra cosa.

Nunca lo entendí, son de esas cosas absurdas que inevitablemente pasa todo adolescente que lo que menos quiere es estar ahí, ¿Qué quería que escuchara? ¿Cumbia? ¿Acaso Pink Floyd era demasiado transgresor? No lo sé, pero me hizo encontrarle sentido, sí, adivinaron:

We don’t need no education
We don’t need no thought control
No dark sarcasm in the classroom
Teacher, leave them kids alone

Ahí estaba yo, con media cara anestesiada, escuchando un sermón que nadie había pedido. El hombre pensaba que Pink Floyd era un capricho, una moda pasajera. Hoy, en mis cuarenta, me gustaría encontrarlo y restregarle en la cara que Pink Floyd me gusta más que nunca, y que llevo 30 y tantos años escuchándolo, que no se trataba de una etapa, sino de un pacto,

Ahí tienen tú y tu maldita bata blanca.


No es solo música, es un espejo

Siempre digo lo mismo: Pink Floyd no es “una banda”. Es algo personal. Un soundtrack de vida, sí, pero también un espejo incómodo. Sus canciones no son solo melodías bonitas: son radiografías de la condición humana.

Una vez, navegando en Facebook, vi a una mamá preguntar: “¿Qué canción de Pink Floyd le puedo dedicar a mi hijo?”. Me reí. Es imposible. La discografía de Floyd no tiene lugar para dedicatorias tiernas. No es un catálogo de canciones para bodas o bautizos. Es dura, realista, despiadada, es cruel, y aun así, llena estadios y vende millones de discos.

Incluso en la obra solista de Gilmour, con Polly Samson en las letras, la melancolía está siempre ahí: tristeza, pérdida, nostalgia. Waters directamente escribe desde la herida abierta, desde la rabia y la desesperación. No hay “canciones para hijos”, no hay canciones “de amor” como podemos entender normalmente una canción de amor. Porque Floyd nunca fue eso: fue la música de una generación que sobrevivió al derrumbe, la generación postguerra que convirtió sus cicatrices en himnos.

Quizás ahí está la clave: nacieron en un tiempo donde la ilusión estaba rota, donde Cambridge o Londres todavía olían a humo y a cemento destruido por las bombas. Los verdaderos baby boomers, los que sabían que el futuro no sería más brillante que el pasado, sino apenas distinto.

Hanging on in quiet desperation is the English way
The time is gone, the song is over, thought I’d something more to say


1994: un boleto en el metro

La vida también tiene ironías felices. Tuve la suerte de verlos en vivo en la era post Waters, ese Pink Floyd dirigido por David Gilmour, que muchos consideran indigno y que yo considero “MI Pink Floyd” en una época en que alucinaba escuchando The Division Bell.

Mi primer contacto fue en 1994, en México. Mi tío, con la audacia que solo da la pasión, se reunió en el metro con quien sabe quien para comprar las entradas. Esa escena, tan precaria y clandestina, fue el prólogo de una de las experiencias más grandes de mi vida.

Concierto Pink Floyd México 1994 *Concierto de Pink Floyd en México, 1994*

Autódromo Hermanos Rodríguez (¿Foro Sol? ¿Estadio GNP? eso no existía en ese momento) en ese entonces no eran más que tribunas armadas con tubos que parecía que en cualquier momento se caían, y ahí estábamos, 100 000 personas un 9 y 10 de abril de 1994 rezando para que la estructura no se desarmara mientras escuchábamos el sonido envolvente de las cajas registradoras de Money.

En el estadio, cuando las luces se apagaron y empezó la música, tuve una revelación con esa inocencia adolescente que carga tu primer concierto: “En materia de conciertos, puedo morir tranquilo”. Mentí. Todavía me quedaban miles de recitales que disfruté intensamente: Iron Maiden, Megadeth, Black Sabbath, Steve Vai… cada uno con su propia magia. Pero lo de Floyd era distinto.


Conciertos como rituales

Los shows de Pink Floyd y sus miembros no son conciertos. Son rituales.

Vi muchas veces a Roger, pero en 2012, Roger Waters trajo The Wall a Chile. Ver ese muro levantarse en el Estadio Nacional fue como asistir a una ceremonia colectiva de memoria y dolor. Cada ladrillo parecía cargado con la historia de todos: dictaduras, guerras, pérdidas personales. El espectáculo no era un show, era una herida abierta hecha música.

En 2015, volvió el turno de David Gilmour. Lo que pasó en ese concierto fue como caer dentro de una tormenta de luz. Las notas de su guitarra no eran solo sonidos: era la culminación de años de espera para poder escuchar magia hecha música en vivo. Había momentos en que parecía que todo el estadio respiraba al mismo tiempo, atrapado en esas notas largas que se colaban directo en la médula.

Y lo entendí, me quedó claro de qué hablaban ellos cuando se referían al “delicado sonido del trueno”

The delicate sound of thunder.

Y de repente, cerrar los ojos y cantar “I have become, comfortably numb” mientras los parlantes recitan ese maravilloso solo de guitarra. Irrepetible, y sí, esa frase inocente se volvió a repetir, pero esta vez con años de circo, en materia de conciertos, puedo morir tranquilo.

No exagero: Pink Floyd en vivo no es entretenimiento, es una experiencia espiritual.


Ausencias que pesan: Wright y Syd

Pink Floyd también es una historia de ausencias. Y esas ausencias pesan tanto como las canciones.

Syd Barrett. El genio que encendió la chispa inicial, el que le dio a Floyd ese aire psicodélico de feria cósmica, se fue demasiado pronto. No murió en 1975, cuando la banda le dedicó Shine On You Crazy Diamond, pero en cierto sentido, ya no estaba. La locura lo había arrastrado a un exilio interior. Su muerte oficial llegó en 2006, pero la banda llevaba décadas despidiéndose de él en cada acorde.

Y luego, en 2008 murió Richard Wright, el arquitecto silencioso detrás de muchos de los paisajes sonoros que hicieron a la banda inconfundible. Wright nunca tuvo la estridencia de Waters ni el carisma de Gilmour, pero sus teclados eran como un río subterráneo: no siempre visible, pero sosteniendo todo el terreno. Sin él, canciones como Us and Them o The Great Gig in the Sky no existirían como las conocemos. Su muerte fue como si una parte del corazón de Pink Floyd se apagara en silencio, sin buscar protagonismo, como había sido siempre su estilo.

Y con Rick murió la esperanza de algún día haber visto tocar a Pink Floyd, a los 4 juntos de nuevo, como lo que sucedió en el 2005 en aquella mítica reunión, no hubo Tour, no hubo conciertos, al final, entiendo a Gilmour y su negativa.

Syd y Wright: dos polos distintos, dos pérdidas distintas. Uno, la estrella fugaz que iluminó demasiado fuerte y demasiado pronto. El otro, el sostén discreto que mantuvo viva la maquinaria durante años. Entre ambos, se dibuja la paradoja de Floyd: la locura y la calma, la explosión y el susurro. Y sus muertes nos recuerdan que esta música no es solo discos y giras, sino también la fragilidad de quienes la hicieron posible.

El misterio de la conexión

Y sin embargo, todavía me pregunto: ¿por qué esta conexión tan fuerte? ¿Por qué Pink Floyd y no otra banda?

Podría decir que es por su ambición musical, por su elegancia, por esos discos conceptuales que cuentan historias enteras en un solo aliento. Podría ser por la mezcla perfecta de lo cerebral (los experimentos de estudio, las estructuras) y lo visceral (los gritos de Waters, los solos de Gilmour). Pero ninguna explicación es suficiente.

La verdad es que Pink Floyd toca fibras que muchas bandas ni siquiera intentan. Habla del paso del tiempo (Time), de la alienación en la sociedad moderna (Welcome to the Machine), de la fragilidad de la mente (Shine On You Crazy Diamond). Son temas demasiado humanos, demasiado incómodos, para que pasen de moda.

Y es que escucho Animals, y es como si me estuvieran recitando la actualidad, es increíble cómo la historia se repite, y cómo algo que fue grabado hace más de 40 años siga siendo tan actual.

Por eso, cuando alguien me pregunta por qué sigo escuchando Pink Floyd a los cuarenta, la respuesta es sencilla: porque sigo vivo. Y mientras la vida me confronte con pérdidas, con dudas, con victorias pequeñas y dolores grandes, esa música seguirá resonando como la banda sonora inevitable.


Entre luces y sombras

Pink Floyd nunca fue optimista. No hay “felices para siempre” en sus canciones. Lo más cercano a la esperanza está teñido de ironía o melancolía. Y sin embargo, esa oscuridad es lo que hace que conecten tanto. Porque al final, todos cargamos con miedos, con ausencias, con batallas internas. Ellos solo tuvieron el valor —y el talento— de ponerlo en sonido.

No son canciones para decorar momentos. Son canciones que te obligan a detenerte y mirarte en el espejo.


Volvamos al principio: aquel casete en manos de un niño de doce años. Si alguien me hubiera dicho en ese momento que esa música iba a acompañarme toda la vida, quizás no lo habría creído. Pero aquí estoy, tres décadas después, con la misma fascinación intacta.

La verdad es que Pink Floyd nunca fue una moda pasajera. Fue un pacto secreto, un lazo invisible. El soundtrack definitivo de mi vida.

Y al dentista que alguna vez intentó convencerme de lo contrario, solo me queda decirle: Pink Floyd me gusta más que nunca.